[Se me hacía un mundo. Lo de salir ahí fuera, digo. Estar con personas
que no pensaran como tú, que no hablaran como tú, que no besaran como tú...
Me
costaba tanto mantener el contacto y no poder mirar a los ojos... Tampoco es
que quisiera, claro, porque dime tú de qué me sirve intentar buscarte en
miradas en las que sé que no estás.]
Lo que más me aterra es saber que todo se me puede venir encima. Y tú
pensarás que no es posible que de un día para otro se me caiga todo; pero no te
hablo de un día para otro, no. Te estoy hablando de algo mucho peor: de
momentos. Porque en cualquier momento todo puede caerse encima mía como si no
pesara. Que cómo, te preguntarás. Pues es más sencillo de lo que piensas, muy a
mi pesar, y es condenándote a recordar. Sigues sin entenderlo, así que te lo
explicaré tranquilamente.
Hay muchas maneras de hacerlo:
La primera, es involuntaria pero necesaria. En cualquier momento de
cualquier día de cualquier mes, vas andando por la calle y, de pronto, cierto
olor se cruza por delante de tu vida. Un olor que te resulta muy pero que muy
familiar. Tanto, que lo hiciste tuyo durante un tiempo. Sí, se trata de su
olor. No el del tiempo, no. Si no el suyo. Me hace gracia; el ''suyo'', como si
lo hubiese inventado con sus propias manos... Pero así es, y a pesar de que no
hayas buscado volver a encontrar tal olor, necesitabas volver a recordarlo (no
te engañes, sabemos que el olor va ligado a recuerdos más íntimos).
La segunda, es paradójica y masoca. Ésta, en mi opinión, es la peor en cuanto
a auto tortura. En cualquier momento de cualquier día de cualquier mes, decides
ser 'fuerte' (y digo fuerte por no llamarte ignorante e imprudente) y sales a
la calle con el fin de encontrar su rostro en otros ajenos. Buscas, como si te
fuera la vida en ello, aún sabiendo que si realmente encontrases el ''suyo'' (y
digo suyo, como si lo hubiese comprado y se lo hubiera adjudicado de manera
consciente) no sabrías dónde esconder la mirada. Llega un momento en el que
crees verlo en cualquier parte, en cualquier persona, en cualquier cara, aunque
en el fondo sabes que no y das gracias por no encontrarlo. Pero claro, para
poder buscar su rostro, has necesitado recordarlo antes. Y si no, explícame
cómo se busca algo de lo que no tenemos ninguna idea previa de sus
características.
La tercera y última, es enrevesada. La más bonita y dolorosa, sí. En
cualquier momento de cualquier día de cualquier mes, decides volver para
marcharte, y marcharte para volver. Déjame que te explique. Te conviertes, por
una razón u otra, en un saco de dudas. Sabes lo que sientes y lo que debes
hacer, y eres consciente de que son conceptos que se oponen. Aquí comienza la
lucha entre corazón-cabeza. Pero, claro. Dime tú a qué ser humano has visto que
pueda sobrevivir separado de su corazón o separado de su cabeza. A ninguno,
¿verdad? Quieres volver porque el corazón te lo pide, pero la cabeza te pide
que te marches. Aunque en cierto momento, la cabeza decide ceder y te obliga a
volver, sí. Exactamente en el mismo momento en el que el corazón toma la
decisión de que te marches. Y así siempre, hasta que coges o una u otra. Te
acabas haciendo daño, claro. Pero, ¿qué más da? No le encuentras en otros ojos,
a pesar de que sí lo hagas en otros olores o vayas buscando su rostro por la
calle con esperanzas de encontrarlo y no encontrarlo a la vez.
Todos recordamos en momentos concretos, por lo que en momentos
concretos todo se nos puede venir encima debido a esos recuerdos.
Y es por eso que nos condenamos a recordar, siempre. O dime, ¿acaso no has
recordado a alguien mientras leías?
Sloa.